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ALERGIA A LA LECHE: CÓMO LO DESCUBRIMOS.

Alessandra nunca había sido una niña de ponerse malita. En dos años apenas recuerdo una otitis a los dos meses de vida y poco más. No se resfriaba y ni hablemos de bronquitis o laringitis. Sus dos primeros años de vida fueron súper tranquilos en ese aspecto.

Todo comenzó cuando Marcelo tenía cinco días de vida. Mi marido estaba fuera de gira esa semana y mi suegra vino a echarme una mano. La noche que llegó fuimos a cenar a un bar cerca de casa y pedimos pizza y de postre tomamos helado.

Aquella noche, al poco de quedarse dormida, se despertó vomitando. 

Nunca se me olvidará aquel día porque era la primera vez que mi niña vomitaba. Y vomitaba a chorro, de una forma bestial. A la mañana siguiente, la pediatra nos dijo que sería un virus. Y para casa.

Ese día empezó todo. Algo tuvo que pasar dentro de su cuerpo que no logro comprender pero a raíz de aquella noche mi hija ya nunca fue la misma.

Empezaron las bronquitis de repetición. Bronquitis que nunca se llegaban a curar. Simplemente mejoraban con el tratamiento pero encadenaba una con otra casi sin respiro.

Empezó la tos. Una tos que estuvo acompañándola durante meses día y noche, sin tregua. Una tos irritativa, desesperante, asfixiante.

Y entre bronquitis y bronquitis comenzó el colegio (a sus 2 años y 10 meses). Pero obviamente pasaba más tiempo en casa que en el cole porque estaba malita continuamente.

Con el cole llegó el cansancio y la pérdida de apetito. Llegaba a las dos menos cuarto sin hambre y con muchísimo sueño, pero yo lo achaqué a los madrugones y a lo agotada que estaría tras cinco horas fuera de casa. Pensé que con los días su cuerpo se acostumbraría y que era normal. ¿Qué iba a ser si no?

Pero nada más lejos de la realidad.

Empezó a perder peso y yo empecé a preocuparme todavía más. Estaba harta de visitas al hospital, a su pediatra, a otros pediatras… y nadie hacía nada más que mandarle ventolín, budesonida y estilsona.

Hasta que ya, cansada de tratamientos que no hacían nada y de ver a mi hija como si se fuera consumiendo, me planté en la consulta de su pediatra y le dije que por favor me ayudara, que a mi hija le pasaba algo y que teníamos que averiguar qué era.

Ella decidió entonces, revisando el historial de Alessandra y viendo mi desesperación, mandarle una analítica de sangre. Nos comentó que cabía la posibilidad de que fuera una alergia alimentaria. Y le mando un jarabe antihistamínico mientras llegaban los resultados.

Nunca olvidaré esa fecha. El 4 de Noviembre de 2016. Ese día recogimos los resultados de la analítica de manos de otra pediatra. Y leímos POSITIVO. Positivo en proteína de leche de vaca y en huevo

De repente comenzamos sin saberlo una auténtica aventura de etiquetas, brotes, pruebas médicas y de muchas, muchas noches de insomnio.

Me costó lo mío pero conseguí irme de la consulta con la derivación preferente al alergólogo. Quién me iba a decir a mí que todo sería tan complicado. ¡¡Hasta conseguir que la derivaran al especialista fue una auténtica batalla!!

Nunca hubiéramos imaginado que los procesos respiratorios que había pasado mi hija durante los últimos meses eran la respuesta de su cuerpo a un alimento que le estaba haciendo daño, la leche de vaca.

Luego, tras el diagnóstico, empezaron otras luchas. ¿Las peores? La desinformación (para nosotros era un mundo totalmente desconocido) y la falta de empatía del entorno.

Y con eso hemos lidiado el último año de nuestras vidas…

 

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